Y entonces, de pronto, Kenzaburo Oé, premio Nobel en 1994, dio un manotazo al vaso de agua y se lo tiró encima. Lo tenía delante de los ojos, ligeramente escorado a la izquierda; sólo un ciego habría pasado por encima de él. Oé se levantó sin prisa con las orejas incendiadas, aceptó una servilleta y, más como una concesión a la normalidad que con la esperanza de reparar el desastre, se la pasó brevemente por la entrepierna empapada. Luego volvió tan delicadamente a su delicadeza anterior que el accidente –con su brusquedad y su estrépito– se desprendió de él, como soñado o ajeno, y la mancha de su pantalón la asocié más bien a la humedad de sus ojos, empañados por la emoción. (Oé, por cierto, estuvo aún varias horas en Madrid y viajó luego a Japón sin cambiarse de pantalones ni acusar, al menos en apariencia, la menor incomodidad). “Me pasa siempre que me emociono intensamente”, se justificó con timidez. “Pierdo por completo la visión del ojo izquierdo”.
El tercer libro de mi pequeño zigurat era naturalmente el suyo, Salto mortal (Seix Barral, 2004), esa versión japonesa de Los endemoniados de Dostoievski –no menos largo ni intenso– que me firmó primorosamente con tinta y pincel, estampando sobre su nombre el sello que se había hecho acuñar durante la redacción de la novela Awake, New Man (1983). Como en el caso de Dostoievski, a Oé este “hombre nuevo” le obsesiona desde su primera novela, Arrancad las semillas, fusilad a los niños, pero a medida que ha ido construyendo esta obra excepcional durante cuatro décadas su posición y su escritura se han ido volviendo cada vez más reflexivas. Como en Dostoievski, la amenaza del “hombre nuevo” se traduce en una ambigua adoración de la juventud, e incluso de la niñez, en cuyo desasosiego radical el japonés ve, sin embargo, una posibilidad de emancipación. En Salto Mortal se repiten algunos de los “temas” más obstinados de su obra anterior (la violencia juvenil, el liderazgo, el retorno a la naturaleza, la enfermedad mortal), pero inscritos en una doble ruptura muy llamativa. En el plano narrativo, estos temas se despojan de su temperatura autobiográfica y de su crispación existencialista, como lo prueba la evaporación de Hikari, el hijo minusválido, escondido aquí en la sombra musical del niño Morio, “mascota” de Patrón. En el plano estilístico, Oé explora una escritura abrupta y casi mecánica que comienza por desconcertar y acaba –como un tic– por fascinar, como marca de una objetividad sin arañazos. La literatura europea es siempre moralizante, incluso cuando moraliza al revés (pensemos en Celine o en Genet) y no es fácil enfrentarse a un texto que no nos muestra ningún camino y cuya lectura terminamos sin haber adoptado ninguna posición concreta, ni siquiera frente a los personajes. Por eso Oé no es Dostoievski; por eso, a mi juicio, a menudo lo supera. “Lo terrible de los atentados suicidas”, me decía Oé hablando de Said y de Palestina, “es que no podemos de ninguna manera negar que buscan un mundo más justo y mejor”. La extraña historia de amor entre el maduro Kizu y el apolíneo y rebelde Ikuo en el tan solemne como trivial universo de las sectas apocalípticas del Japón, nos enfrenta precisamente a este misterio, el más irreductiblemente doloroso de nuestra época.
1. «Hay un salto extraño, incomprensible, entre la cultura, inteligencia, nivel artístico, musical, de capacidad de reflexión de los diferentes personajes de la novela que escuchan y obedecen a unos burdos gurús (Patrón y Guiador)con un discurso apocalíptico sin ninguna base. El único hilo de contacto parece ser el haberse encontrado con ellos cuando sus situaciones personales eran difíciles pero... No me resuelve la perpejlidad que me produce el que sean capaces de asumir la creación de esta iglesia absurda.
En todo caso no quiere decir que no sea posible pues ahí está la secta del gas sarín pero a mí no me lo explica "el salto mortal" en el que admiro la lucidez y singular mirada de Oé que ya había saboreado en "la presa" y en "una cuestión personal"»


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