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16.LDNM - May-Jun 2005
Libros
Extramuros. La necesidad de la sombra
Santiago Alba Rico
Desventrada en el escaparate, destino del cuerpo y de la ciudad, nuestra cultura occidental identifica la luz con la belleza, la higiene y la seguridad. La luz blanca, rasante, sin grietas, de los hospitales; el vacío amarillo de las autopistas; los reflectores que desarraigan los grandes monumentos y desnudan las grandes avenidas; la transparencia uniforme del aeropuerto y del centro comercial; el foco perenne del televisor encendido; la sociedad capitalista concentra medios tecnológicos sin precedentes, causa y efecto de una angustia total, en la producción de un Mediodía perpetuo, de un Cenit ininterrumpido que mida a los hombres sólo con la mercancía, siempre plana, siempre solar, y no con las estrellas, que podrían recordarnos nuestra finitud de dejar entrar la noche en nuestras vidas.

La sombra es la ropa del tiempo, protagonista –el único, el verdadero– de todas esas viejas películas en blanco y negro que hacen melancólicamente visible la duración y la caída. Cronológicamente el cine en blanco y negro es anterior al cine en color, pero en realidad sus sepias y sus pizarras nos presentan las cosas tal y como son después, cuando han perdido ya el color y han adquirido por ello una especie de sustancia o espesor: el tiempo ha dejado caer su fina capa de hollín sobre los cuerpos y los objetos y los fija para siempre en su caducidad irreparable. El tiempo mancha y los cuerpos manchados manchan a su vez el libro, la mesa, el plato que han tocado, van dejando un rastro, como de caracol o de brocha, sobre las superficies vivas –madera, estaño o piedra–, una resina obscura en el hermano Mantel y en la hermana Silla. ¿Cuánta saña, cuánta pasión habrá que poner en borrar sus huellas? No hay ningún racismo en representarse a la muerte negra, pero sí quizás mucha arrogancia en representársela fea. El cuerpo deletrea el tiempo con líneas de tinta china y sin ellas no tendríamos –no tenemos– sino el blanco meridional de un desierto sin mensajes. La sombra necesita a la luz como el ojo necesita la cara, pero sin esos dos puntos más obscuros bajo la frente la cara sería sólo una pared –con monstruosos dientes.

En 1933 Junichiro Tanizaki, uno de los más grandes escritores japoneses del siglo XX, escribió un hermosísimo Elogio de la sombra, recientemente rescatado por la editorial Siruela, para hacernos extrañamente deseable un Japón, también hoy disuelto en Occidente, en el que los hombres, “obligados a residir en viviendas obscuras, descubrieron lo bello en el seno de la sombra y utilizaron la sombra para obtener efectos estéticos”: una cultura a la que la vista de un objeto brillante producía “un cierto malestar”, que regañaba a las sirvientas que bruñían “los utensilios de plata, recubiertos de una valiosa pátina”, que salvaguardaba en los objetos “el lustre de las manos” y en el que las mujeres más bellas llegaban al extremo de “ennegrecerse los dientes” para apropiarse el prestigio de las manchas del tiempo. Serenamente ofendido por una nueva sociedad en la que el papel y el estaño empezaban a ser sustituidos por el cristal y el plástico, Tanizaki describe en páginas tan poéticas como inquietantes el centro estético y psicológico de la casa japonesa tradicional, ese “hueco” en el salón llamado toko no ma, adornado con un cuadro o un ornamento floral, cuyo cometido era en realidad el de atrapar, profundizar y privilegiar una sombra como punto de arraigo y exploración para la mirada. Un “hueco”, claro, que el propio Tanizaki, de haber vivido lo suficiente, habría sin duda contrapuesto al centro estético y psicológico de la casa occidental de nuestros días –la casa ya de todos– con su luz prisionera y su movimiento plano: la televisión, el toko no ma de la impersonalidad compartida del capitalismo.

¿Por qué una cultura tan refinada como la japonesa puso tanto cuidado en conservar la “suciedad” de los objetos y en explotar hasta el manierismo la belleza de la sombra, ese grumo del Tiempo? Igualmente extraña podría parecernos, al contrario, una sociedad que “hace brillar sus metales”, evita en las casas “los recovecos y los recodos”, blanquea “techos y paredes” y despliega ante sus viviendas, en lugar de “bosquecillos umbríos”, amplias “extensiones de césped”. A Tanizaki le parecía, en efecto, extraña y trató de explicarse esta manía nuestra –ya de todos– como el rasgo de una civilización, que ni “se adapta a los límites” ni se “conforma con su condición presente” y que habría inventado la vela, la lámpara de petróleo, la luz de gas y la electricidad, en una permanente agitación, huyendo siempre de la sombra, contra la sombra, persiguiendo la sombra hasta el último y apartado rincón desde donde pudiera recordarnos la fragilidad del mundo y la finitud del hombre. Una sociedad, en definitiva, que no ha sabido encontrar ninguna belleza en la verdad...


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