Junto a este movimiento que aún continúa, la descolonización trajo consigo un desplazamiento en dirección contraria –sur-norte, digamos–, un flujo migratorio hacia los centros urbanos capitalistas que reforzaba, de un lado y de otro, la infraestima de los ex colonizados, anulando en ellos la experiencia del “viaje” como fuente de soberanía intelectual potencialmente literaria, lo que explica la ausencia de un equivalente árabe o africano del “orientalismo” occidental. Las condiciones en las que se cruzan estas dos corrientes en el espacio asegura el “control de todas las voces” por parte de nuestra cultura. No hay, en efecto, novelas de emigrantes sobre la vida en Europa o en EE UU y, salvo escasísimas excepciones, pocos estudios árabo-musulmanes en torno a nuestras sociedades y a su modelo dominante (hasta el punto de que el discurso antioccidental de los islamistas ha recurrido con frecuencia a fuentes occidentales, Spengler o Carrell sobre todo). Esta es una forma de control, por así decirlo, atmosférica. Otra es la selección y silenciamiento de la literatura autóctona de los autores no occidentales que escriben sobre sus propios países, práctica que presupone y alimenta la rutina de nuestra autoestima displicente (un reflejo típicamente etnocentrista): lo que no se publica en París o Madrid demuestra, no nuestra ignorancia, sino la insignificancia de la producción exterior.
Pero este control se manifiesta también, finalmente, en la frecuencia cada vez mayor con la que se publican novelas de autores no occidentales que escriben sobre sus países de origen, no desde allí y sobre el terreno, sino desde las grandes capitales de Occidente, a partir de un desarraigo que es ya, por tanto, “aculturación” activa, asimilación y prolongación de la misma distancia panorámica. Este género, que fascina a los lectores occidentales, incluye algunas obras de mérito. Pienso, por ejemplo, en Cometas en el cielo de Khaled Hosseini y en Yo la divina de Rabbih Alameddine, cuyos autores, afgano y libanés respectivamente, reproducen con vigor narrativo un mismo esquema literario; instalados en EE UU, pertenecientes ambos a las clases altas de sus países de origen, de los que salieron empujados menos por el hambre que por las convulsiones poscoloniales, los dos elaboran en primera persona un relato autobiográfico en el que la violencia política y la violencia sexual iluminan, más allá de una tragedia individual, el desorden monstruoso de la guerra mundial contemporánea. Más dura y convencional la primera, más postmoderna y personal la segunda, las dos novelas, en cualquier caso, se asientan en el alivio de un lugar de destino del que apenas se habla y cuya solidez y naturalidad no se cuestiona (y que no está conectado, por tanto, a los “lugares” donde transcurre la acción).
Por eso mismo, y reconociendo las virtudes de estas obras, me parece mucho más interesante Persépolis (Norma Editorial), el cómic de la joven iraní Marjane Satrapi, cuyo desarraigo aventado por encima de las fronteras no arraiga finalmente en ningún lado, aparte algunas personas concretas y algunos principios activos, y cuya dolorosa y fresca ironía desnuda por igual las falsas revoluciones y las falsas emancipaciones para señalar un lugar todavía impreciso pero ya vivido, entre Oriente y Occidente, lejos de la tradición y de la “aculturación”, donde el derecho a la biografía (y a la intensa frivolidad adolescente) no impugne el derecho de los otros a la vida. Tiernos, duros, de una insondable ligereza y de un apabullante universalismo, los cuatro libros de Persépolis constituyen las nuevas Cartas Persas, escritas esta vez –y dibujadas– por una persa que lo cuestiona todo sin renunciar a nada y que va y vuelve, de Europa a Irán, evitando los dos fundamentalismos.
1. «Santiago ¿De qué dos fundamentalismos hablad en esta artículo?
Claro está que uno es el actualmente vigente en buena parte del mundo islámico, pero ¿Y el otro? ¿Tiene algo que ver con nuestra defectuosa, prejuiciosa y decadente cultura occidental?
Comparar el uno con el otro es un ejercicio de tal desmesura que quita el aliento: principalmente porque en la segunda se admite la réplica y la duda como algo plenamente legítimo, mientras que la primera plantear éstas en su seno resulta un ejercicio de una temeridad que lo hace inviable.
Creo que se nos llena demasiado la boca cuando hablamos de etnocentrismo occidental, y que conste que la autocrítica es algo muy saludable, sin tener en cuenta que el etnoteocentrismo de buena parte del mundo islámico se muestra mil veces más exacerbado.»

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